Lunes, 11 de mayo de 1987
Londres
Un mes y dos días. Ése era el
tiempo que había transcurrido desde aquel extraño 9 de abril, aquel día que me
había traído, por así decirlo, de nuevo a la vida y, por qué no decirlo,
también a la muerte. No me podía quitar de la cabeza nada de lo que había
pasado esa noche: ni el apoyo y el amor que había recibido de los míos, ni el
dolor y la culpabilidad que me había proporcionado el saber que el bebé había
muerto justo después del parto. Aquello hacía que mi humor cambiara de repente
de la más absoluta de las felicidades a la más mísera de las tristezas; un
estado de ánimo inestable que no me ayudaba en nada a superarlo todo y que me
amenazaba con hacerme caer en el pozo de la depresión, tal vez incluso del
delirio, de un momento a otro.
No obstante, el único que me
había notado aquello era John, con el que había hablado largo y tendido sobre
el tema en una conversación que acabó conmigo completamente enfadada y con él
casi histérico porque no era capaz de ponerse en mi lugar y verlo todo con mis
ojo. Y es que lo que John no entendía era a cuento de qué me sentía culpable
por haber sobrevivido yo, no entendía por qué no estaba feliz como todos lo
estaban por haber superado aquel fatídico 9 de abril. Tal vez tuviera razón al
enfadarse conmigo: de hecho, yo era plenamente consciente de que mis palabras
podían herirle muchísimo por el simple hecho de dudar de lo bueno y maravilloso
que había sido que yo siguiera con él y con los chicos. Pero, con John herido o
sin él, mis sentimientos seguían estando ahí y yo no podía hacer nada por
evitarlo por más que quisiera.
No volví a hablar con él sobre el
tema; ni con él ni con nadie más. No me apetecía más remover todo aquel asunto
y menos cuando sabía que lo único que iba a conseguir era hacer sentir mal a
alguien a quien quería y, quién sabía, tal vez hasta consiguiera una bonita
discusión de regalo.
Pero algo en mi interior me decía
que debía hacer algo, que no podía quedarme quieta de brazos cruzados en todo
aquel asunto. Fue por eso por lo que aquella mañana soleada de mayo me decidí a
hacer lo que estaba haciendo. Estaba sola en casa: los chicos estaban en clase
y John había salido hacía un rato hacia el estudio de grabación para trabajar
en una canción “sorpresa” para mí y que me había asegurado que me encantaría.
Hacía tiempo que ya había dejado de reconocer muchas de sus canciones y aquello
nos ponía contentos a los dos: a él porque le gustaba poder sorprenderme por
fin y a mí porque aquellos nuevos temas significaban que John estaba vivo y a
mi lado.
Con la mano temblorosa a causa de
la emoción, firmé la carta que acababa de escribir. Por primera vez desde hacía
muchos años estaba escribiendo una carta en mi lengua materna y, además, con
aquel sentimiento que le había puesto. Alcancé a limpiarme una lágrima rebelde
que se me había escapado rodando por la mejilla justo antes de que llegara a
caer sobre el papel. Después, inspiré profundamente y, armándome de valor,
releí las líneas que le acababa de escribir a mi madre.
Acabé de leer aquello con los
ojos nuevamente empañados por las lágrimas. Y es que, pese a que no le había
contado absolutamente nada de mi delirante historia a través del tiempo, era
una carta tan llena de emociones que era capaz de provocar aquello en mí.
Estaba segura de que ella también se emocionaría cuando la leyera. Tal vez
incluso llegara a asustarse por la cantidad de detalles que conocía de su vida,
ya que en teoría una persona como yo no tendría que haber sabido ni siquiera de
su existencia. Pero aquello no me importaba en aquellos momentos. Tenía la
sensación de que estaba haciendo lo correcto y eso, sin lugar a dudas, me
quitaba un enorme peso de encima.
Doblé la carta con cuidado y la
metí en un sobre inmaculadamente blanco. Puse la dirección de la que había sido
mi casa de la infancia sintiéndome como una especie de hija pródiga que daba
señales de vida después de muchísimos años, demasiados quizá. Por remitente,
sólo puse una “B.”, como solía hacer
siempre que enviaba algo personal. Ése era uno de los precios de estar casada
con John Lennon: no te podías fiar ni de los servicios de correos.
Después, bajé las escaleras de
casa y salí a la calle. Necesitaba enviar aquella carta cuanto antes. Lo que
iba a ocurrir después, ya nadie lo sabía.
Así lo hice mientras la tiraba en
un buzón con el pulso tembloroso.
Cuatro semanas después, recibí
una respuesta.
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Miércoles, 1 de julio de 1987
Barcelona
-¿Estás segura de que quieres
hacer esto?-me preguntó John de repente.
Me volví hacia él y esbocé una
sonrisa, tímida.
-Por supuesto que sí.-contesté
convencida.-Creo que es lo correcto y que además me vendrá muy bien.
John simplemente asintió con la
cabeza pensativo y volvió a fijar su vista en la cinta del equipaje que
teníamos ante nosotros.
-Mirad, ésa es una de nuestras
maletas, ¿no?-dijo Matt de pronto rompiendo el silencio que se había hecho
entre nosotros.
-Claro que sí, es la de Julie,
¿no ves lo llena que está?-rió Alex.-Lo que no me explico es cómo la cinta no
se rompe de tanto peso…
-Cállate, Alexander.-le espetó
Julie a su hermano dándole un manotazo.-Tampoco llevo tantas cosas, sólo lo
normal para pasar una semana fuera de casa. No soy como otros, que sólo se
traen dos calzoncillos y ya está.
-¿Quién te ha dicho que me he
traído calzoncillos?-bromeó Alex.-Yo no me los pienso cambiar en toda la
semana, ¿y tú, Matt?
-Yo aún llevo los del mes
pasado.-rió el pequeño siguiéndole la corriente.
-¿Sabéis qué?-refunfuñó Julie,
aunque se notaba a la legua que se estaba divirtiendo.-Sois unos asquerosos,
los dos.
-Yo también te quiero, hermanita
pulcra.-rió Alex revolviéndole el pelo a su hermana.
Mientras, John y yo observábamos
la escena divertidos. Aquellos tres no iban a cambiar nunca por más que crecieran.
-Julie, tu hermano tiene
razón.-dijo John cuando levantó la maleta de la cinta.-¿Qué has metido aquí?
¿La casa entera? Te dije que no hacía falta que nos trajéramos al gato…
-Otro gracioso.-rió Julie con la
broma de su padre.-Eres un quejica, papá. Si tampoco pesa tanto… Eso es que te
estás haciendo viejo y ya no puedes con estas cosas.
-¡Y ahora me llama viejo!-fingió
escandalizarse John.-¿Has visto, Bri?
-Cría cuervos y te sacarán los
ojos, Johnny.-le seguí yo la corriente.
Acabamos de recoger nuestro
equipaje entre risas y bromas por el estilo. Aquello me alegraba, tanto que
casi me hacía olvidar incluso de cuál había sido el motivo de nuestro viaje.
Salimos del aeropuerto unos
minutos y unos cuantos autógrafos de John después. No hubo más porque a muchos
les paraba el hecho de verle con su familia, pero estaba claro que la inmensa
mayoría de los que se fijaban en nosotros le reconocían en el acto. No
obstante, los cinco ya estábamos más que acostumbrados a todo aquello. Al fin y
al cabo era lo más normal del mundo.
Una vez fuera, no nos costó
encontrar la furgoneta que habíamos contratado para que nos llevara a nuestro
destino; desde que viajábamos los cinco juntos habíamos desechado la idea de los
taxis por una simple razón: no cabíamos. Sin más, nos subimos y nos pusimos en
marcha, hacia el sur. Afortunadamente, el chófer no era de los que hacía
demasiadas preguntas y John y los chicos pronto se sumieron en una conversación
entre ellos, dejándome a mí allí con mis
propios pensamientos mientras miraba por la ventanilla un paisaje que me
resultaba dolorosamente familiar. Era curioso ver como un simple árbol, un
simple río o una simple alteración del terreno, era capaz de evocarme
tantísimos recuerdos de una infancia muy, muy lejana; unos recuerdos que iban
cobrando más y más fuerza conforme nos íbamos acercando al que un día había
sido mi hogar.
Una hora y pocos minutos después
la furgoneta entró, por fin, en aquel pueblo que tan bien conocía y que tanto
cambiaría en los próximos veintiséis años. El hecho de estar allí de nuevo hizo
que se me hiciera un inmenso nudo en la boca del estómago. A mi lado, John
agarró mi mano en un gesto tranquilizador, como infundiéndome fuerza. Los
chicos, por su parte, interrumpieron casi podría decirse de manera brusca su
conversación y se sumieron en un silencio tenso, fijando su vista en las casas
del pueblo que se sucedían tras las ventanillas de la furgoneta.
Y entonces, de pronto, la
furgoneta giró a la izquierda por una calle estrecha y paró delante de una
casita de color blanco.
-Hemos llegado.-nos comunicó
escuetamente el conductor.
-Lo sé.
Contesté aquello con la mirada
fija en la fachada de mi casa, intentando mantener a raya todos esos
sentimientos que se agolpaban en mi interior en aquellos momentos.
-¿Vamos?-preguntó John con
cautela.
Ni siquiera pude responder,
simplemente asentí débilmente con la cabeza a la vez que abría la puerta del
vehículo.
-¿Podría esperarse un momento
aquí?-oí como le decía John al conductor.-Si no le importa, nos gustaría que
después nos acercara al hotel donde tenemos hecha la reserva.
-Por supuesto, no hay ningún
problema.
Bajé del coche y me quedé mirando
fijamente la puerta, podría decirse que hasta asustada. John, Alex, Julie y
Matt bajaron también y me imitaron. Ninguno osó a decir nada; tal vez todos
estaban tan ansiosos como yo.
Haciendo de tripas corazón,
agarré aire y salvé los pocos pasos que me separaban de la puerta. Dudé de
nuevo pero, en el último segundo, me decidí a hacerlo. De este modo,
obligándome a no pensar en ello ni un segundo más, alargué la mano y llamé al
timbre.
Durante unos instantes, la
tensión fue tal que hasta me daba la sensación de que se podía llegar a cortar.
Entonces, de pronto, escuché el ruido de la puerta al abrirse. Contuve el
aliento a la vez que la puerta se entreabría, asustada y emocionada a partes
iguales.
-¡Dios mío! ¡Señora Lennon!
Sonreí mirando a mi madre y
sintiéndome más extraña de lo que nunca antes en mi vida me había sentido. Era
ella, joven, mucho más que yo, que era su hija. Aquello, sin lugar a dudas,
debía de ser una de esas paradojas temporales a las que se había referido Greg
la última vez que se había cruzado en mi vida.
-Llámame Briseida.-le dije con un
hilillo de voz, emocionada.-Y tutéame.
Ella se quedó mirándome durante
unos segundos, sombría.
-Es un nombre precioso.-dijo.-Así
íbamos a llamar a nuestra hija. Y…
Se interrumpió en aquel momento y
fijó su mirada en la mía. Hasta aquel momento no fui consciente de cómo nos
parecíamos las dos físicamente. Hasta entonces, sabía que me parecía a ella,
pero jamás me había percatado de cuánto: los mismos ojos, la misma boca, la
misma nariz tan peculiar en toda su familia, incluso más o menos teníamos la
misma estatura y el mismo timbre en la voz. Tal vez ella también notó todas
esas cosas y quizá por eso empalideció de repente.
-Leí la carta que me
mandaste.-susurró al cabo de unos segundos.-Sabías muchas cosas sobre nosotros,
sabías lo de la niña.
Me limité a asentir con la cabeza
con gesto grave.
-¿Cómo…?-murmuró.-¿Cómo sabías…?
-¡Rosa!-la voz de mi padre desde
el interior de la casa, potente, interrumpió aquella pregunta.-¿Quién es?
A mi madre no le dio tiempo a
contestar nada antes de que él apareciera, curioso, por el pasillo. Llevaba sus
gafas puestas. Seguramente habría estado corrigiendo algunas cosas de sus
alumnos del instituto: solamente se las ponía cuando hacía eso.
-¡Por todos los dioses!-exclamó
cuando nos vio allí plantados. No pude evitar sonreír cuando le escuché gritar
aquello: su pasión por la Grecia Antigua estaba tan arraigada en él que no
podía esconderla ni en frases de la vida cotidiana como aquella.-Son… Pensé que
aquella carta… Pensé que había sido una broma pesada.
-Ya te dije que no lo era,
Alejandro.-le recriminó mi madre.-Te presento a… los Lennon.
Tan sorprendido estaba mi padre
que ni siquiera fue capaz de contestar nada. De nuevo, otro silencio se hizo
entre todos los que estábamos allí.
-Yo también leí la carta.-dijo de
repente mi padre sin perderme de ojo.-Parecía que… Parecía que usted supiera
todo acerca de nuestra vida.
-Tutéame, por favor.
-Como quieras.-masculló él.-¿Cómo
sabías todo eso?
-Estaba a punto de responder a
esa misma pregunta cuando has aparecido.-contesté mirándole.-Digamos que…
simplemente lo sé.
-¿Pero cómo?
-Del mismo modo en qué sé que tú
ahora seguramente estabas corrigiendo exámenes, por las gafas, digo. Como
también sé que discutís cada vez que hay que pintar la casa o intentáis decidir
a casa de cuál de las dos abuelas hay que ir a comer el domingo.-dije de tirón.
A decir verdad, no fui plenamente consciente de lo que había dicho hasta que no
vi las caras de estupefacción de mis padres.-Perdón, cuando he dicho “abuelas” me refería a vuestras madres…
-Esto no es posible…-masculló mi
padre.-¿Quién eres?
Suspiré antes de contestar y me
quedé mirándolos durante unos instantes, sopesando mi respuesta, analizándolos.
-Simplemente soy alguien que os
conoce.-contesté al fin.-Aunque vosotros ni siquiera seáis conscientes de que
también me conocéis a mí, y mucho.
Otro silencio, esta vez,
infinitamente más largo. Les dediqué una mirada triste, arrepintiéndome de
pronto por todo aquello que estaba haciendo. Aquello no tenía sentido para
nada. Ellos jamás iban a reconocer en mí a aquel bebé que habían perdido unos
meses antes ni tampoco podía contarles de buenas a primeras mi historia. En el
mejor de los casos me tomarían por loca; en el peor, ni siquiera quería
imaginármelo.
-Siento mucho las molestias que
os he ocasionado. De verdad que lo siento, creedme. No era mi intención
molestaros.-me sorprendí diciendo de repente, nerviosa. A continuación, me di
la vuelta y, mirando a John y a mis hijos que no habían dicho ni una palabra
hasta el momento, añadí:-Vamos, chicos, será mejor que nos marchemos.
Empecé a caminar hacia la
furgoneta que aún seguía aparcada frente a nosotros, casi a punto de estallar
allí mismo en lágrimas de pura frustración. Pero, justo cuando estaba a punto
de entrar de nuevo en el coche, el grito de mi madre me sorprendió.
-¡Briseida!
Me volví hacia ella, confusa, y
vi que caminaba en mi dirección, apresurada. Se plantó delante de mí y clavó sus
ojos en los míos.
-Dios mío, Briseida…-susurró a la
vez que me agarraba la cara con las manos en un gesto protector.-Dios mío…
Mírate: tus ojos, tu manera de mirar, tu nariz…
No fui capaz de decir nada en
aquellos instantes. El sentir, después de tantos años, su contacto me
emocionaba muchísimo. Apenas fui consciente de que mis ojos se habían llenado
de lágrimas hasta que noté como resbalaban por mis mejillas, cálidas e
imparables. Miré a mi madre: ella también estaba igual que yo. Algo en su
interior se había movido, algo que le hacía intuir la verdad por loca que
pareciera. Con cuidado, quitó sus manos de mi cara y agarró mi mano, tironeando
de ella y obligándome así a mostrarle mi brazo derecho. No hizo falta que
dijera nada para saber que estaba mirando, asombrada, la marca de nacimiento
que tenía justo encima del codo. Soltó mi mano y se quedó mirándome, pálida.
-Briseida…-murmuró casi sin
voz.-Eres… ¿eres tú?
El hecho de ver que mi madre me
había reconocido, que aquella conexión con la que tanto había fantaseado se
había producido, hizo que mis lágrimas se desbordaran aún con más fuerza.
Asentí.
-¡Briseida!
Y entonces, antes ni siquiera de
que me diera tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre mí y se fundió conmigo en
un fuerte abrazo antes de empezar a llorar desesperadamente entre mis brazos.
-¡Oh, Dios mío! ¡Eres tú! ¡Eres
tú!-sollozó.
-Estoy bien.-fue lo único que
alcancé a decir.-Mírame: estoy bien.
-¿Pero qué…?-empezó a preguntar
mi padre tras nosotras, completamente confundido.
Mi madre se volvió hacia él y
sonrió, aún llorosa.
-¡Es ella!-exclamó.-¡Mírala! ¡Es
ella!
-¿Pero quién…?
Ni siquiera nos esperamos a que
mi padre acabara de formular la pregunta antes de volver a abrazarnos las dos
con fuerza. Ya habría tiempo para las explicaciones más adelante. Ahora, lo
único que importaba era el momento. Ni pasados ni futuros, lo único que
importaba era el presente.
-Te he echado de menos…
mamá-susurré casi en su oído.
Ella se separó de mí unos
centímetros y me miró a los ojos, sonriente.
-Y yo a ti, mi niña… Y yo a ti.
Sonreí sin más, feliz. Tenía a mi
familia, a toda, a mi alrededor y estaba viva. ¿Qué más podía pedir? Nada, la
respuesta era “nada”. Y es que, a
veces, algo que empieza mal puede acabar bien.
Tremendamente bien.
Y bien, pues hasta aquí llega el final de este Vuelo 937. Tal vez más de una ya se imaginaba, después de lo que leyó en el último capítulo, lo que podría ocurrir en éste; tal vez no. Sea como sea, me apetecía acabar este fic bien, cerrar por así decirlo todo el círculo y dejar todos los cabos atados. Espero pues, que con esto, lo haya conseguido a vuestros ojos, como también espero que hayáis disfrutado del fic en su conjunto al menos la cuarta parte de lo que yo he disfrutado escribiéndolo. Y es que le pillé un cariño inmenso a Bri, le pillé un cariño inmenso a Anna, a Alex, a Matt a Julie y a todos y cada uno de los personajes. Y siendo así, ¿cómo no disfrutar escribiéndolo?
Obviamente, me gustaría también agradeceros a todas el haber estado ahí leyendo, intentando pasar un buen rato por aquí. No soy una persona a la que le importe tener muchos, pocos o ningún lector, pero mentiría si dijera que no me ha alegrado enormemente ver la respuesta que ha tenido esto. Así que, gracias por arrancarme un montón de sonrisas, chicas, de verdad.
Y bueno, dicho todo esto... ¿qué va a ocurrir ahora? Pues ahora va a ocurrir que me voy a tomar unas vacaciones en esto de los fics, aunque ya anuncio que tengo algunas ideas por ahí pululando en forma de one-shots y cosas así que un poco más adelante me animaré a plasmar y a publicar en ese mismo blog. Por el momento, no tengo ideas suficientes como para embarcarme en un fic largo, pero tranquilas porque esto no es un anuncio de retirada ni nada por el estilo. ;)
En fin, chicas, nos leemos! Un abrazo bien fuerte.
Se os quiere.
Cris.