viernes, 6 de diciembre de 2013

VUELO 937 Capítulo 20

Lunes, 11 de mayo de 1987
Londres

Un mes y dos días. Ése era el tiempo que había transcurrido desde aquel extraño 9 de abril, aquel día que me había traído, por así decirlo, de nuevo a la vida y, por qué no decirlo, también a la muerte. No me podía quitar de la cabeza nada de lo que había pasado esa noche: ni el apoyo y el amor que había recibido de los míos, ni el dolor y la culpabilidad que me había proporcionado el saber que el bebé había muerto justo después del parto. Aquello hacía que mi humor cambiara de repente de la más absoluta de las felicidades a la más mísera de las tristezas; un estado de ánimo inestable que no me ayudaba en nada a superarlo todo y que me amenazaba con hacerme caer en el pozo de la depresión, tal vez incluso del delirio, de un momento a otro.

No obstante, el único que me había notado aquello era John, con el que había hablado largo y tendido sobre el tema en una conversación que acabó conmigo completamente enfadada y con él casi histérico porque no era capaz de ponerse en mi lugar y verlo todo con mis ojo. Y es que lo que John no entendía era a cuento de qué me sentía culpable por haber sobrevivido yo, no entendía por qué no estaba feliz como todos lo estaban por haber superado aquel fatídico 9 de abril. Tal vez tuviera razón al enfadarse conmigo: de hecho, yo era plenamente consciente de que mis palabras podían herirle muchísimo por el simple hecho de dudar de lo bueno y maravilloso que había sido que yo siguiera con él y con los chicos. Pero, con John herido o sin él, mis sentimientos seguían estando ahí y yo no podía hacer nada por evitarlo por más que quisiera.

No volví a hablar con él sobre el tema; ni con él ni con nadie más. No me apetecía más remover todo aquel asunto y menos cuando sabía que lo único que iba a conseguir era hacer sentir mal a alguien a quien quería y, quién sabía, tal vez hasta consiguiera una bonita discusión de regalo.

Pero algo en mi interior me decía que debía hacer algo, que no podía quedarme quieta de brazos cruzados en todo aquel asunto. Fue por eso por lo que aquella mañana soleada de mayo me decidí a hacer lo que estaba haciendo. Estaba sola en casa: los chicos estaban en clase y John había salido hacía un rato hacia el estudio de grabación para trabajar en una canción “sorpresa” para mí y que me había asegurado que me encantaría. Hacía tiempo que ya había dejado de reconocer muchas de sus canciones y aquello nos ponía contentos a los dos: a él porque le gustaba poder sorprenderme por fin y a mí porque aquellos nuevos temas significaban que John estaba vivo y a mi lado.

Con la mano temblorosa a causa de la emoción, firmé la carta que acababa de escribir. Por primera vez desde hacía muchos años estaba escribiendo una carta en mi lengua materna y, además, con aquel sentimiento que le había puesto. Alcancé a limpiarme una lágrima rebelde que se me había escapado rodando por la mejilla justo antes de que llegara a caer sobre el papel. Después, inspiré profundamente y, armándome de valor, releí las líneas que le acababa de escribir a mi madre.

Acabé de leer aquello con los ojos nuevamente empañados por las lágrimas. Y es que, pese a que no le había contado absolutamente nada de mi delirante historia a través del tiempo, era una carta tan llena de emociones que era capaz de provocar aquello en mí. Estaba segura de que ella también se emocionaría cuando la leyera. Tal vez incluso llegara a asustarse por la cantidad de detalles que conocía de su vida, ya que en teoría una persona como yo no tendría que haber sabido ni siquiera de su existencia. Pero aquello no me importaba en aquellos momentos. Tenía la sensación de que estaba haciendo lo correcto y eso, sin lugar a dudas, me quitaba un enorme peso de encima.

Doblé la carta con cuidado y la metí en un sobre inmaculadamente blanco. Puse la dirección de la que había sido mi casa de la infancia sintiéndome como una especie de hija pródiga que daba señales de vida después de muchísimos años, demasiados quizá. Por remitente, sólo puse una “B.”, como solía hacer siempre que enviaba algo personal. Ése era uno de los precios de estar casada con John Lennon: no te podías fiar ni de los servicios de correos.

Después, bajé las escaleras de casa y salí a la calle. Necesitaba enviar aquella carta cuanto antes. Lo que iba a ocurrir después, ya nadie lo sabía.

Así lo hice mientras la tiraba en un buzón con el pulso tembloroso.

Cuatro semanas después, recibí una respuesta.

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Miércoles, 1 de julio de 1987
Barcelona

-¿Estás segura de que quieres hacer esto?-me preguntó John de repente.

Me volví hacia él y esbocé una sonrisa, tímida.

-Por supuesto que sí.-contesté convencida.-Creo que es lo correcto y que además me vendrá muy bien.

John simplemente asintió con la cabeza pensativo y volvió a fijar su vista en la cinta del equipaje que teníamos ante nosotros.

-Mirad, ésa es una de nuestras maletas, ¿no?-dijo Matt de pronto rompiendo el silencio que se había hecho entre nosotros.

-Claro que sí, es la de Julie, ¿no ves lo llena que está?-rió Alex.-Lo que no me explico es cómo la cinta no se rompe de tanto peso…

-Cállate, Alexander.-le espetó Julie a su hermano dándole un manotazo.-Tampoco llevo tantas cosas, sólo lo normal para pasar una semana fuera de casa. No soy como otros, que sólo se traen dos calzoncillos y ya está.

-¿Quién te ha dicho que me he traído calzoncillos?-bromeó Alex.-Yo no me los pienso cambiar en toda la semana, ¿y tú, Matt?

-Yo aún llevo los del mes pasado.-rió el pequeño siguiéndole la corriente.

-¿Sabéis qué?-refunfuñó Julie, aunque se notaba a la legua que se estaba divirtiendo.-Sois unos asquerosos, los dos.

-Yo también te quiero, hermanita pulcra.-rió Alex revolviéndole el pelo a su hermana.

Mientras, John y yo observábamos la escena divertidos. Aquellos tres no iban a cambiar nunca por más que crecieran.

-Julie, tu hermano tiene razón.-dijo John cuando levantó la maleta de la cinta.-¿Qué has metido aquí? ¿La casa entera? Te dije que no hacía falta que nos trajéramos al gato…

-Otro gracioso.-rió Julie con la broma de su padre.-Eres un quejica, papá. Si tampoco pesa tanto… Eso es que te estás haciendo viejo y ya no puedes con estas cosas.

-¡Y ahora me llama viejo!-fingió escandalizarse John.-¿Has visto, Bri?

-Cría cuervos y te sacarán los ojos, Johnny.-le seguí yo la corriente.

Acabamos de recoger nuestro equipaje entre risas y bromas por el estilo. Aquello me alegraba, tanto que casi me hacía olvidar incluso de cuál había sido el motivo de nuestro viaje.

Salimos del aeropuerto unos minutos y unos cuantos autógrafos de John después. No hubo más porque a muchos les paraba el hecho de verle con su familia, pero estaba claro que la inmensa mayoría de los que se fijaban en nosotros le reconocían en el acto. No obstante, los cinco ya estábamos más que acostumbrados a todo aquello. Al fin y al cabo era lo más normal del mundo.

Una vez fuera, no nos costó encontrar la furgoneta que habíamos contratado para que nos llevara a nuestro destino; desde que viajábamos los cinco juntos habíamos desechado la idea de los taxis por una simple razón: no cabíamos. Sin más, nos subimos y nos pusimos en marcha, hacia el sur. Afortunadamente, el chófer no era de los que hacía demasiadas preguntas y John y los chicos pronto se sumieron en una conversación entre ellos, dejándome  a mí allí con mis propios pensamientos mientras miraba por la ventanilla un paisaje que me resultaba dolorosamente familiar. Era curioso ver como un simple árbol, un simple río o una simple alteración del terreno, era capaz de evocarme tantísimos recuerdos de una infancia muy, muy lejana; unos recuerdos que iban cobrando más y más fuerza conforme nos íbamos acercando al que un día había sido mi hogar.

Una hora y pocos minutos después la furgoneta entró, por fin, en aquel pueblo que tan bien conocía y que tanto cambiaría en los próximos veintiséis años. El hecho de estar allí de nuevo hizo que se me hiciera un inmenso nudo en la boca del estómago. A mi lado, John agarró mi mano en un gesto tranquilizador, como infundiéndome fuerza. Los chicos, por su parte, interrumpieron casi podría decirse de manera brusca su conversación y se sumieron en un silencio tenso, fijando su vista en las casas del pueblo que se sucedían tras las ventanillas de la furgoneta.

Y entonces, de pronto, la furgoneta giró a la izquierda por una calle estrecha y paró delante de una casita de color blanco.

-Hemos llegado.-nos comunicó escuetamente el conductor.

-Lo sé.

Contesté aquello con la mirada fija en la fachada de mi casa, intentando mantener a raya todos esos sentimientos que se agolpaban en mi interior en aquellos momentos.

-¿Vamos?-preguntó John con cautela.

Ni siquiera pude responder, simplemente asentí débilmente con la cabeza a la vez que abría la puerta del vehículo.

-¿Podría esperarse un momento aquí?-oí como le decía John al conductor.-Si no le importa, nos gustaría que después nos acercara al hotel donde tenemos hecha la reserva.

-Por supuesto, no hay ningún problema.

Bajé del coche y me quedé mirando fijamente la puerta, podría decirse que hasta asustada. John, Alex, Julie y Matt bajaron también y me imitaron. Ninguno osó a decir nada; tal vez todos estaban tan ansiosos como yo.

Haciendo de tripas corazón, agarré aire y salvé los pocos pasos que me separaban de la puerta. Dudé de nuevo pero, en el último segundo, me decidí a hacerlo. De este modo, obligándome a no pensar en ello ni un segundo más, alargué la mano y llamé al timbre.

Durante unos instantes, la tensión fue tal que hasta me daba la sensación de que se podía llegar a cortar. Entonces, de pronto, escuché el ruido de la puerta al abrirse. Contuve el aliento a la vez que la puerta se entreabría, asustada y emocionada a partes iguales.

-¡Dios mío! ¡Señora Lennon!

Sonreí mirando a mi madre y sintiéndome más extraña de lo que nunca antes en mi vida me había sentido. Era ella, joven, mucho más que yo, que era su hija. Aquello, sin lugar a dudas, debía de ser una de esas paradojas temporales a las que se había referido Greg la última vez que se había cruzado en mi vida.

-Llámame Briseida.-le dije con un hilillo de voz, emocionada.-Y tutéame.

Ella se quedó mirándome durante unos segundos, sombría.

-Es un nombre precioso.-dijo.-Así íbamos a llamar a nuestra hija. Y…

Se interrumpió en aquel momento y fijó su mirada en la mía. Hasta aquel momento no fui consciente de cómo nos parecíamos las dos físicamente. Hasta entonces, sabía que me parecía a ella, pero jamás me había percatado de cuánto: los mismos ojos, la misma boca, la misma nariz tan peculiar en toda su familia, incluso más o menos teníamos la misma estatura y el mismo timbre en la voz. Tal vez ella también notó todas esas cosas y quizá por eso empalideció de repente.

-Leí la carta que me mandaste.-susurró al cabo de unos segundos.-Sabías muchas cosas sobre nosotros, sabías lo de la niña.

Me limité a asentir con la cabeza con gesto grave.

-¿Cómo…?-murmuró.-¿Cómo sabías…?

-¡Rosa!-la voz de mi padre desde el interior de la casa, potente, interrumpió aquella pregunta.-¿Quién es?

A mi madre no le dio tiempo a contestar nada antes de que él apareciera, curioso, por el pasillo. Llevaba sus gafas puestas. Seguramente habría estado corrigiendo algunas cosas de sus alumnos del instituto: solamente se las ponía cuando hacía eso.

-¡Por todos los dioses!-exclamó cuando nos vio allí plantados. No pude evitar sonreír cuando le escuché gritar aquello: su pasión por la Grecia Antigua estaba tan arraigada en él que no podía esconderla ni en frases de la vida cotidiana como aquella.-Son… Pensé que aquella carta… Pensé que había sido una broma pesada.

-Ya te dije que no lo era, Alejandro.-le recriminó mi madre.-Te presento a… los Lennon.

Tan sorprendido estaba mi padre que ni siquiera fue capaz de contestar nada. De nuevo, otro silencio se hizo entre todos los que estábamos allí.

-Yo también leí la carta.-dijo de repente mi padre sin perderme de ojo.-Parecía que… Parecía que usted supiera todo acerca de nuestra vida.

-Tutéame, por favor.

-Como quieras.-masculló él.-¿Cómo sabías todo eso?

-Estaba a punto de responder a esa misma pregunta cuando has aparecido.-contesté mirándole.-Digamos que… simplemente lo sé.

-¿Pero cómo?

-Del mismo modo en qué sé que tú ahora seguramente estabas corrigiendo exámenes, por las gafas, digo. Como también sé que discutís cada vez que hay que pintar la casa o intentáis decidir a casa de cuál de las dos abuelas hay que ir a comer el domingo.-dije de tirón. A decir verdad, no fui plenamente consciente de lo que había dicho hasta que no vi las caras de estupefacción de mis padres.-Perdón, cuando he dicho “abuelas” me refería a vuestras madres…

-Esto no es posible…-masculló mi padre.-¿Quién eres?

Suspiré antes de contestar y me quedé mirándolos durante unos instantes, sopesando mi respuesta, analizándolos.

-Simplemente soy alguien que os conoce.-contesté al fin.-Aunque vosotros ni siquiera seáis conscientes de que también me conocéis a mí, y mucho.

Otro silencio, esta vez, infinitamente más largo. Les dediqué una mirada triste, arrepintiéndome de pronto por todo aquello que estaba haciendo. Aquello no tenía sentido para nada. Ellos jamás iban a reconocer en mí a aquel bebé que habían perdido unos meses antes ni tampoco podía contarles de buenas a primeras mi historia. En el mejor de los casos me tomarían por loca; en el peor, ni siquiera quería imaginármelo.

-Siento mucho las molestias que os he ocasionado. De verdad que lo siento, creedme. No era mi intención molestaros.-me sorprendí diciendo de repente, nerviosa. A continuación, me di la vuelta y, mirando a John y a mis hijos que no habían dicho ni una palabra hasta el momento, añadí:-Vamos, chicos, será mejor que nos marchemos.

Empecé a caminar hacia la furgoneta que aún seguía aparcada frente a nosotros, casi a punto de estallar allí mismo en lágrimas de pura frustración. Pero, justo cuando estaba a punto de entrar de nuevo en el coche, el grito de mi madre me sorprendió.

-¡Briseida!

Me volví hacia ella, confusa, y vi que caminaba en mi dirección, apresurada. Se plantó delante de mí y clavó sus ojos en los míos.

-Dios mío, Briseida…-susurró a la vez que me agarraba la cara con las manos en un gesto protector.-Dios mío… Mírate: tus ojos, tu manera de mirar, tu nariz…

No fui capaz de decir nada en aquellos instantes. El sentir, después de tantos años, su contacto me emocionaba muchísimo. Apenas fui consciente de que mis ojos se habían llenado de lágrimas hasta que noté como resbalaban por mis mejillas, cálidas e imparables. Miré a mi madre: ella también estaba igual que yo. Algo en su interior se había movido, algo que le hacía intuir la verdad por loca que pareciera. Con cuidado, quitó sus manos de mi cara y agarró mi mano, tironeando de ella y obligándome así a mostrarle mi brazo derecho. No hizo falta que dijera nada para saber que estaba mirando, asombrada, la marca de nacimiento que tenía justo encima del codo. Soltó mi mano y se quedó mirándome, pálida.

-Briseida…-murmuró casi sin voz.-Eres… ¿eres tú?

El hecho de ver que mi madre me había reconocido, que aquella conexión con la que tanto había fantaseado se había producido, hizo que mis lágrimas se desbordaran aún con más fuerza. Asentí.

-¡Briseida!

Y entonces, antes ni siquiera de que me diera tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre mí y se fundió conmigo en un fuerte abrazo antes de empezar a llorar desesperadamente entre mis brazos.

-¡Oh, Dios mío! ¡Eres tú! ¡Eres tú!-sollozó.

-Estoy bien.-fue lo único que alcancé a decir.-Mírame: estoy bien.

-¿Pero qué…?-empezó a preguntar mi padre tras nosotras, completamente confundido.

Mi madre se volvió hacia él y sonrió, aún llorosa.

-¡Es ella!-exclamó.-¡Mírala! ¡Es ella!

-¿Pero quién…?

Ni siquiera nos esperamos a que mi padre acabara de formular la pregunta antes de volver a abrazarnos las dos con fuerza. Ya habría tiempo para las explicaciones más adelante. Ahora, lo único que importaba era el momento. Ni pasados ni futuros, lo único que importaba era el presente.

-Te he echado de menos… mamá-susurré casi en su oído.

Ella se separó de mí unos centímetros y me miró a los ojos, sonriente.

-Y yo a ti, mi niña… Y yo a ti.

Sonreí sin más, feliz. Tenía a mi familia, a toda, a mi alrededor y estaba viva. ¿Qué más podía pedir? Nada, la respuesta era “nada”. Y es que, a veces, algo que empieza mal puede acabar bien.


Tremendamente bien.






Y bien, pues hasta aquí llega el final de este Vuelo 937. Tal vez más de una ya se imaginaba, después de lo que leyó en el último capítulo, lo que podría ocurrir en éste; tal vez no. Sea como sea, me apetecía acabar este fic bien, cerrar por así decirlo todo el círculo y dejar todos los cabos atados. Espero pues, que con esto, lo haya conseguido a vuestros ojos, como también espero que hayáis disfrutado del fic en su conjunto al menos la cuarta parte de lo que yo he disfrutado escribiéndolo. Y es que le pillé un cariño inmenso a Bri, le pillé un cariño inmenso a Anna, a Alex, a Matt a Julie y a todos y cada uno de los personajes. Y siendo así, ¿cómo no disfrutar escribiéndolo?

Obviamente, me gustaría también agradeceros a todas el haber estado ahí leyendo, intentando pasar un buen rato por aquí. No soy una persona a la que le importe tener muchos, pocos o ningún lector, pero mentiría si dijera que no me ha alegrado enormemente ver la respuesta que ha tenido esto. Así que, gracias por arrancarme un montón de sonrisas, chicas, de verdad.

Y bueno, dicho todo esto... ¿qué va a ocurrir ahora? Pues ahora va a ocurrir que me voy a tomar unas vacaciones en esto de los fics, aunque ya anuncio que tengo algunas ideas por ahí pululando en forma de one-shots y cosas así que un poco más adelante me animaré a plasmar y a publicar en ese mismo blog. Por el momento, no tengo ideas suficientes como para embarcarme en un fic largo, pero tranquilas porque esto no es un anuncio de retirada ni nada por el estilo. ;)

En fin, chicas, nos leemos! Un abrazo bien fuerte.

Se os quiere.

Cris.